Al principio me enseñaron la existencia de los placeres,
y a distinguir entre los permitidos y los prohibidos,
dejándome escoger entre unos y otros,
pero sin ignorar cuáles serían sus consecuencias
y qué distintas entre sí.
Eran días en que el sol descansaba sobre los objetos de uso cotidiano,
y yo descubría los colores jugando con hilos de seda
y madejas de lana.
Luego el sol se ocultó cuando atravesé aquellos interiores,
donde la vida me reveló tantos secretos,
y era todo tan oscuro y hermoso, tan terrible
que todavía no sé si allí se hallaba la verdad o la mentira.
Ahora he descubierto un placer nuevo: dormir,
dormir sin sueños
pero con la certeza del placer del cuerpo,
de un placer cuya conciencia sólo cumple la función
de aceptarlo y agradecerlo.
Se trata de un placer que no obliga a escoger
ni exige su renuncia.
He visto en algunas pinturas a personajes del mundo clásico,
invadidos por ese sueño como por una niebla luminosa:
o son muy jóvenes o muy viejos,
y se encuentran en ese momento cerca de la fuente,
o se adivina el perfume de la fruta
madurando mientras duermen.
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